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Persiguiendo la felicidad de los hijos

En la búsqueda de la felicidad de los hijos los padres terminan sufriendo. Hace algún tiempo acudió a la consulta una mujer buscando ayuda para un problema que le generaba dificultades para conciliar el sueño, angustia y ganas de llorar por cualquier cosa, dado que como ella misma decía se encontraba muy sensible y todo parecía afectarle más que antes. El problema de esta mujer era “su hija”, o más bien la vida que su hija llevaba y que ella como madre sufragaba porque la hija aún no había logrado hacerse cargo de sí misma. En la misma época, llevaba ya un tiempo trabajando con otra madre que no sabia que hacer respecto a su hija, a la que le pagaban un apartamento y la Universidad en la que estaba repitiendo curso desde hacía tres años. Recientemente solicitó consulta Julia, una mujer de casi sesenta años que se encontraba sobrepasada con la situación que está viviendo respecto a su hija de más de treinta años.

Las tres son mujeres profesionales, independientes económicamente, con un sentido de la autonomía muy desarrollado, buenas profesionales y mejores personas, Las tres han compatibilizado el desarrollo de su carrera profesional con el cuidado y atención de la familia. Las tres han tenido que pelear y esforzarse por conseguir llegar a donde están y sin embargo, tratándose de sus hijos no consideran que éstos tengan que esforzarse de la misma forma. Ellas lo tuvieron peor y por eso mismo no van a permitir que sus hijos lo pasen mal. Tienen que ser felices. Estas personas, al igual que buena parte de la sociedad están atrapadas en la “Trampa de la Felicidad” y tratándose de los padres y madres esta trampa es especialmente perniciosa por las consecuencias que tiene en sus hijos.

He pensado en estas tres mujeres porque sus historias me resultaron muy ilustrativas de lo que quiero comentar, pero lo mismo podría referirme a tres padres y su actitud para los hijos, porque en esta trampa estamos atrapados por igual hombres que mujeres.

Julia me comentaba en la última sesión, consciente de su conflicto, que el problema de los padres de su generación es que habían vivido en unas familias en las que no abundaba ni las cosas materiales ni las oportunidades. Se comía lo que había. Se ayudaba en casa. Sus padres se hacían cargo de cuidar a personas mayores que convivían en la misma casa. Había un sueldo o un negocio familiar al que todo el mundo aportaba su granito de arena. En este contexto ella había sentido desde muy joven el deseo de independizarse y valerse por sí misma. Algo que hizo a los 18 años cuando encontró trabajo. Sin embargo, las personas de su generación han formado familias en las que vivían con dos sueldos, han trabajado fuera de casa, se han permitido vacaciones y remodelaciones del hogar por el placer de algo más bonito, han tenido posibilidades materiales que han permitido a sus hijos crecer con más abundancia. Dándose la paradoja de la “trampa de la felicidad” en la que se encuentran estas madres: más abundancia material, menos esfuerzo para ganarse las cosas. Más facilidades para tener lo que quieren, más oportunidades ofrecidas sin tener que pedirlo, más incapaces parecen los hijos para hacerse cargo de su propia vida y a la larga más infelices.

A estas madres les resulta difícil darse cuenta de que aunque la lógica y el pensamiento positivo les diga que sus hijos deberían ser más felices y capaces si no tienen que esforzarse y si tienen más oportunidades, la realidad les muestra que esto no es así y que más bien como dice Gregorio Luri “esa necesidad de ser felices hará que los hijos se conviertan en esclavos de los otros…” 

Aspirar a tener hijos felices es en el fondo un camino de sufrimiento para los padres y un camino de esclavitud para los hijos. Los padres acuden a la consulta con síntomas de angustia. Los hijos acostumbrados a obtener las cosas de inmediato y sin tener que esforzarse por ellas se hacen esclavos de sus deseos, expectativas poco realistas y en el futuro de otras personas de quienes dependerán para sentirse bien. Una compañera trabajadora social suele manifestar que la sobreprotección es más perniciosa que el abandono. La primera genera inutilidad y la incapacidad para adquirir o desarrollar los recursos con los que afrontar la propia vida. El abandono puede generar resilencia y la fortaleza de hacer cargo de la propia vida.

A estas mujeres y a los padres que acuden a la consulta les suelo pedir que me cuenten cómo vivieron ellos su adolescencia, cómo les educaron y qué recuerdos tienen de cómo sus padres les educaron. En general, me cuentan acontecimientos y experiencias que suponen un ejemplo totalmente contrario a lo que ellos hacen con sus propios hijos. Cuanto más difícil haya sido su experiencia y más hayan tenido que luchar, más fácil se lo ponen a sus hijos y más protectores resultan en la educación que les dan. En algunas ocasiones al recordar su propia historia caen en la cuenta de que lo que están haciendo no puede funcionar. En realidad no son tan diferentes de sus hijos. Al igual que ellos son seres humanos y por tanto susceptibles de las mismas necesidades de aprendizaje.

El ser humano aprende por reglas o instrucciones y también tiene la posibilidad de aprender por la experiencia. El aprendizaje más poderoso y eficaz es el de la experiencia. Sin embargo, en la actualidad pocos padres y madres están dispuestos a dejar que sus hijos tengan este tipo de aprendizaje. ¿Para qué el hijo/a va a experimentar las consecuencias de sus actos si como adulto yo puedo evitarle ese malestar? ¿Para qué voy a permitir que mi hijo se dé cuenta de lo que sucede si elige ese camino en lugar de otro, con el riesgo que tiene de equivocarse, si ya sé adonde lleva? ¿Para qué va a pasarlo mal si puedo evitarlo? ¿Para qué estoy yo si no es para que mi hijo sea feliz y aproveche su vida al máximo? Para que vivan y aprendan de su propia experiencia que es la única forma de aprender y desarrollarte como persona. No puedo creer en mis propias posibilidades si no consigo con mis propios recursos lo que quiero. No aprendo si no me equivoco y tengo la oportunidad de intentarlo de otra forma y experimentar el malestar de la frustración por no conseguirlo a la primera. Lamentablemente la naturaleza humana es así por mucho que los valores de esta sociedad hedonista, cortoplacista y a la búsqueda de la felicidad se empeñe en proponernos lo contrario.

Una de las cosas que me comentó Julia en esa sesión se quedó rondando por mi cabeza durante un buen rato “como trabajábamos los dos y nos pasábamos el tiempo trabajando me justificaba diciendo: voy a gastar en esto o en lo otro porque me lo merezco. Al menos que pueda darme un capricho. Puedo permitírmelo”. Quizá estas palabras captaron mi atención porque en su día también lo hicieron las palabras de José Mújica, expresidente uruguayo, “Cuando tú compras algo con dinero, no estás pagando con dinero, estás pagando con el tiempo de tu vida que tuviste que gastar para obtener ese dinero”. Y aquí tenemos otra paradoja: dedicamos el tiempo a trabajar y no podemos estar con nuestros hijos, ganamos dinero con ese tiempo que luego invertimos en cosas materiales para nosotros y en más cosas y supuestas oportunidades en forma de actividades extraescolares para los hijos. Con el resultado final de tener que estar siempre gastando nuestro tiempo, para ganar dinero, para gastar en objetos que nos den la felicidad momentánea que a la larga será fuente de sufrimiento e insatisfacción. Por el contrario el filósofo Luri nos dice “hay que amar a la vida, no a la felicidad. Y no se puede amar a las dos al mismo tiempo. porque la felicidad sólo se puede conseguir jibarizando a la vida. Es decir, por medio de la idiocia”

¿En qué momento empezamos a sentir que necesitábamos homenajes para seguir viviendo? ¿Cuándo fue que perdimos el Norte del propósito de la vida y concluimos que estamos aquí para ser felices? No ha sido hace tanto años porque si echo la vista atrás no recuerdo ningún momento en el que mis padres se preocuparan de mi felicidad. Mis padres no tuvieron estudios y dedicaron su vida a vivir afrontando las dificultades de esta tarea. Su propósito fundamental era ganarse la vida y que nos la ganáramos nosotras con nuestras posibilidades. Se sacrificaron para que estudiáramos pero sin darnos segundas oportunidades. No se ocuparon de nuestras emociones ni de que no sufriéramos, principalmente porque no sabían qué era eso y no consideraban que fuéramos el centro del mundo. No quiero ponerles de ejemplo, se equivocaron en muchos aspectos y como cada padre y madre desde el principio de los tiempos hicieron lo que supieron y pudieron. Sus errores los he experimentando en primera persona, me han permitido realizar un camino de dolor, y he aprendido de la experiencia. Si echo la vista atrás recuerdo mi infancia con malestar y como un tiempo más de infelicidad que de felicidad. La infancia a pesar de los presupuestos actuales no es precisamente una etapa de felicidad, no tenemos la madurez suficiente para ello. En mi caso no tuve muchas oportunidades de expresar mis emociones, ni mucho menos de que alguien las escuchara sin burlarse en algunas ocasiones. Tuve muchos miedos y uno por encima de todos. Miedo a morir, a la nada, al vacío. Miedo que tuve que experimentar, sufrir y transcender para llegar a encontrar respuestas en la vida. Mis padres podían haberlo hecho mucho mejor y aún así creo que me dieron la oportunidad de hacer mi propio camino. No cambio nada, ni a los padres, ni la vida que he vivido. Soy la persona que soy gracias a ellos y la vida vivida hasta el momento. No anhelo ser otra persona, ni tener otra vida más feliz. Anhelo que por encima de todo mi vida me merezca la pena. Me gustaría que estas palabras, como hija, pudieran servir de ayuda a tantos padres preocupados por la felicidad de sus hijos, tantos padres que viven con la espada de Damocles del miedo al trauma de sus vástagos. La vida es compleja y los seres humanos tenemos mucha capacidad de adaptación, aún a circunstancias muy adversas. Es mejor ayudar a los hijos a hacer frente a las múltiples vicisitudes que van a tener que experimentar, muchas de ellas fruto del azar y la incertidumbre. Mucho mejor enseñarles a mirar en la propia experiencia en lugar de seguir los consejos y opiniones de los demás. Si como dice Luri lo contrario de la felicidad no es la infelicidad, sino la realidad, es mejor aprender a enfrentar las dificultades y frustraciones que inevitablemente van a experimentar. Aprender a aceptar los límites y ser resistentes.

Voy a terminar con la misma referencia que Marino Perez en su critica a la psicologia positiva utiliza para concluir su artículo citando estas palabras de Miguel Costa y Ernesto López: “Con la solemne proclamación de las emociones positivas, y en particular, de la felicidad, como la nueva Ítaca a la que todos debemos llevar nuestra nave, podemos estar provocando paradójicamente, una epidemia de frustración y de emociones negativas en todos aquellos que viven como una calamidad no haberla alcanzado todavía”. El propio Odiseo (Ulises) eligió volver a Ítaca asumiendo las penalidades de la vida, a pesar de que Calipso, la de lindas trenzas, le aseguraba una vida paradisíaca, eternamente joven (Odisea, VII, 260). Y que cada cual extraiga sus conclusiones.