¿Qué hacemos con la culpa?
Todos, en mayor o menor medida, consideramos el sentimiento de culpa como una emoción negativa que a nadie le gusta experimentar. Aun así, esta culpa nos ayuda a ser conscientes de que hemos cometido una falta y, de esta manera, tratar de reparar eso que hemos hecho mal.
Aunque a veces también nos sentimos culpables sin razón.
Por eso, a la hora de hablar de culpabilidad, podemos hacerlo sobre dos tipos: la «sana» y la «mórbida» (uy, vaya palabreja).
La culpabilidad sana es ese Pepito Grillo, a modo de conciencia, que aparece cuando nos saltamos las normas personales o sociales y perjudicamos a los demás. ¿Su utilidad? Nos ayuda a enmendar nuestros errores y adaptarnos a nuestro entorno.
La culpabilidad mórbida, en cambio, aparece aunque no hayamos cometido ninguna falta objetiva: creemos que hemos cometido un error, pero, en realidad, no ha sido así. Por tanto, es una culpa subjetiva, tóxica y destructiva. Aquí también podríamos meter la culpa en exceso.
¿Adivinas qué tipo de culpabilidad sentimos muchas de las personas con un problema de salud mental?
Doble culpa
Muchas personas, aunque esté claro que uno no enferma por gusto o voluntad propia y que nadie elige las enfermedades, se sienten culpables, ¡responsables de su enfermedad!, como si fuese un castigo que ellos mismos se han impuesto.
Otras personas, además, nos sentimos culpables porque, por nuestro problema (ya sea físico o psicológico), gente cercana y querida puede pasarlo mal y preocuparse continuamente por nosotros.
Es decir, ya de por sí nos sentimos mal o «bichos raros» por lo que estamos experimentando a través de la ansiedad, la depresión o el trastorno que sea, pero es que, además, se le suma que este problema salpique a las personas que queremos.
Y, así, lidiamos con la culpa por sentirnos mal y por hacer a otros sentirse mal. Como si una no fuese suficiente… ¡doble culpa!
La pescadilla que se muerde la cola
En mi caso, esa «gente cercana» que se preocupa por mí (a la que yo hago preocuparse, como si fuese mi superpoder) son mis padres. A ver, ojo, sé que cuando quieres a alguien es inevitable preocuparte por esa persona; yo también me preocupo por ellos (¡tadá!), pero, a estas alturas, mi cabecita me dice que tendría que tener mi vida más o menos estabilizada y mis padres, estar tranquilos, atendiendo a sus cosas, descansando. En cambio, aquí estoy yo, «complicándoles» la existencia.
Es, efectivamente, como la pescadilla que se muerde la cola: yo me siento mal, mis padres se sienten mal por mí, yo veo que se sienten mal por mí y me siento peor, ellos me ven peor y aumenta su preocupación, etc., etc., etc.
Quizá en tu caso no son tus padres, sino tu pareja, un amigo o tu hermana. O todos ellos. Es una sensación abrumadora.
Culpa y control
La culpa tiene muchas «caras», una de ellas es el control.
(La religión cristiana, por ejemplo, siempre la ha utilizado para controlar a las personas; forma parte de nuestro contexto cultural. Pero… no voy a meterme ahora en ese jardín).
Y es que la culpabilidad se basa en 1) la sensación subjetiva de influir en los acontecimientos y 2) la convicción de que controlamos las cosas, de que «tenemos el poder».
Así, cuando creemos que tenemos el control de algo (o tratamos de controlar algo que no está en nuestras manos) inevitablemente nos sentiremos culpables si no lo conseguimos o las cosas no salen como nos gustaría.
Tener este control nos sirve para manejarnos con la inseguridad, con los riesgos. Cuando estamos seguros de nuestra capacidad de influir sentimos un poder absoluto sobre los acontecimientos. El control es total y la influencia ilimitada. El mundo resulta perfectamente previsible.
Pero siento decirte que, ante la vida, las personas solo tenemos una capacidad de influencia relativa y limitada; solo podemos aumentar o disminuir las probabilidades de que las cosas ocurran.
La voluntad de control y la angustia, además, suelen ir juntas: cuanto más miedo tenemos, más inseguridad sentimos e intentamos ejercer un mayor control sobre los acontecimientos. De esta forma lo que intentamos evitar fundamentalmente es la impotencia.
La culpa tiene relación también con la falta de habilidades para aceptar que el error forma parte de la existencia. El error no es sinónimo de fracaso, sino un elemento del aprendizaje: es necesario para aprender cualquier cosa, desde caminar, escribir o conducir, hasta cocinar.
Aunque cometer errores es lo normal, desde que somos pequeños se espera que lo hagamos todo a la primera ¡y sin fallar! Y, como el fallo es inevitable y, aun así, nos pasamos la vida evitándolo, cuando sucede nos sentimos culpables.
Culpa por aquí, culpa por allá, ¿verdad?
¿Cómo gestionar esta culpa?
Recuerda:
1) Debemos, ante todo, aceptar nuestra naturaleza humana: somos imperfectos y tenemos limitaciones.
2) No somos un dios omnipotente, ¡no podemos pretender tenerlo todo bajo control!
3) No somos, además, responsables del bienestar de los demás, como mucho podemos contribuir a él.
Por otro lado, la culpa es un sentimiento y, como tal, hay que aprender a identificarlo, notarlo (es decir, aceptarlo) y hacerle hueco.
Después, tenemos dos opciones: hacerle caso y decidir en función de lo que te pide ese sentimiento, o notarlo y dejarlo pasar (como todos los sentimientos, viene y va), mientras eliges lo que es mejor en función de tus valores. En la vida, decidimos NOSOTROS, no el miedo o la culpa o el sentimiento de turno. ¡Nosotros!
El autor de la viñeta de arriba, Alfonso Casas, resume bien lo que podemos hacer con la culpa:
«Cada día encuentro nuevas formas de sentirme culpable. Si hice porque lo hice, si no lo hice porque debí hacerlo; si hablé porque debí callar, si callé, porque quizá debería haber hablado. Como es un poco agotador, finalmente he decidido dejar de sentirme culpable. En su lugar prefiero sentirme responsable, que es básicamente lo mismo pero tomando conciencia de los errores cuando los haya en lugar de castigarme de antemano. La culpa se la dejo a las religiones antiguas o a los tribunales. Así que lo siento, culpa, pero puedes dejar de seguirme, a partir de ahora continúo yo solo».
Cintia Fernández Ruiz, autora del post
Imágenes: Victor Freitas (cabecera), Alfonso Casas (ilustración)