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La utilidad del sufrimiento

Venga, allá voy con una idea arriesgada: el sufrimiento tiene su utilidad, el dolor, su propósito. El concepto en sí resquema e incluso puede sonar extraño, ridículo, inverosímil. Cuando lo estamos pasando mal no pensamos: «Tranquila, cari, que esto te va a servir». ¡Pero deberíamos gestionarlo así!

Soy la primera que lo admite: cuesta muchísimo verlo de esa manera, aceptarlo y, sobre todo, asimilarlo hasta llevarlo a cabo, porque, claro, a casi nadie le gusta sentir dolor (ya sea físico o mental).

Pero, según explica Mark Manson en el libro El sutil arte de que (casi todo) te importe una mierda (¡te lo recomiendo!), el sufrimiento es «el agente preferido de la naturaleza para inspirar el cambio».

Y es que, «la criatura que está medianamente insatisfecha y que es insegura es la que hará el trabajo más innovador y sobrevivirá». Por eso, precisamente para sobrevivir, las personas hemos evolucionado para vivir con cierto nivel de insatisfacción e inseguridad, ya que esta constante insatisfacción nos mantiene «luchando y evolucionando, construyendo y conquistando».

Es decir, que el sufrimiento (dolor, inseguridad, situación insatisfactoria, etc.) sirve de gasolina para quemar la mecha y hacernos actuar

Fuera de equilibrio

Debería haber empezado explicando que el dolor físico es una señal que manda nuestro cerebro como defensa ante posibles lesiones o enfermedades. Vamos, que nos alerta de que algo va mal.

Y, así, al igual que el dolor físico, el dolor psicológico es un indicador de que algo está fuera de equilibrio. «Así como golpearte en el dedo gordo del pie te enseña a no estrellarte contra las mesas, el dolor emocional, el rechazo o el fracaso nos enseñan cómo evitar cometer los mismos errores en el futuro», explica Manson.

Por tanto, tenemos ya dos posibles beneficios del sufrimiento: aprender y, como te decía más arriba, actuar («El dolor, en todas sus formas, es el modo más efectivo de nuestro cuerpo para incitar a la acción»). 

Con todo esto no quiero decirte que debamos ser unos masoquistas que buscan el dolor a toda costa para salir beneficiados, no. Pero como, en esta vida, tratemos de impedirlo o no, vamos a sufrir, mejor sacar algún provecho de ello, ¿verdad?

Te pongo un ejemplo. Mi situación personal no es la ideal, ni mucho menos; en realidad, es mala: sufro ansiedad, no tengo trabajo pero sí más miedos que amigos, estoy preparando oposiciones (con el desgaste que eso supone) y mi vida social es nula, entre otras cosas. Y, ante estas circunstancias, tengo dos opciones: estar mal y no hacer nada, o permitirme estar mal (porque estoy viviendo una mala situación) y actuar. 

De esa angustia que siento, de esa rabia, de ese miedo, puede que salga la fuerza para luchar, moverme, cambiar mi situación. A veces, la parte buena de tocar fondo es que no podemos seguir cayendo y, precisamente, al tocar con el culo en el suelo, quizá sintamos el pinchazo que nos haga salir disparados del agujero ese en el que nos hemos metido (o, al menos, reaccionar) .

Así, la cara A del sufrimiento es el propio dolor, pero la cara B es el incentivo para actuar. 

Mira, piensa en un cactus: tiene espinas y esas espinas pinchan y, por tanto, nos causan dolor. Y, aun así, no sé a ti, pero a mí los cactus me encantan; me parecen una de las plantas más bonitas, extravagantes y alucinantes de la naturaleza. Algunos cactus, con espinas y todo, hasta florecen.

Por eso, con ayuda de mi amigo Mark Manson, te propongo tres preguntas interesantes que deberíamos hacernos: ¿qué dolor deseas en la vida?, ¿por qué estás dispuesto a luchar?, ¿qué es eso que, literalmente, merece la pena?

Y, entonces, aun con ese dolor y sufrimiento, hacerlo.

 

Cintia Fernández Ruiz, autora de post
Imagen: Lindsey Garcia