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Las cosas buenas de la vida no cuestan dinero

Cuantas veces hemos escuchado decir que “Las cosas buenas de la vida no cuestan dinero”, tantas veces que a fuerza de decirlo y escucharlo ha perdido sentido para caer en el terreno de los tópicos. Decía Pessoa que “El valor de los sentimientos no depende del tiempo que duran, sino de la intensidad con que ocurren. Por eso hay momentos irrepetibles y personas inolvidables.” No es la cantidad de tiempo, ni el coste de las cosas, lo que las convierte en especiales sino más bien la medida en que nos abandonamos a experimentarlas sin ideas preconcebidas, como niños curiosos descubriendo el mundo por primera vez. Hay momentos irrepetibles que se disfrutan en silencio con una buena compañía. Hay lugares a quince minutos de casa que constituyen escenarios de película al alcance de la mano. Y sin embargo la cotidianidad, las convenciones sociales o personales, las reglas sobre cómo deben de ser las cosas, la rigidez del adulto que ya lo sabe todo o la desesperanza de quien se jubila de la vida a los cincuenta años, la rapidez de la tecnología y un largo etcétera de causas pueden llevarnos a funcionar con el piloto automático. Ese estado mental en el que pensamos la vida en lugar de lanzarnos a vivirla.

Hay momentos de la vida en los que nos hacemos más sensibles a esta realidad de las cosas que valen sin costar nada. Cuando nos enamoramos y nos lanzamos a la aventura de explorar los pequeños detalles de la vida cotidiana y sus pequeños placeres. Otros momentos como cuando perdemos a un ser querido y desde el dolor que nos desgarra destilamos la esencia de la vida y nos quedamos con lo verdaderamente importante. Hace poco una paciente en duelo por la perdida de su madre me comentaba “hay cosas a las que no damos importancia como hablar con nuestros padres de cómo se conocieron o cuándo se enamoraron. No dedicamos tiempo suficiente a charlar de estas conversaciones intrascendentes que se hacen tan importantes cuando ya no tienes tiempo de preguntarles”. La fecha del cumpleaños nos va aportando años a la vida y a veces también experiencia. Con la edad se hace más fácil relativizar lo trivial y apreciar lo importante. Una muy buena amiga a la que quiero y sigo porque va abriéndome camino con su sabiduría, me dice cada vez con más frecuencia que el orden de prioridades en su vida ha cambiado de forma sustancial. Desde la conciencia que tiene de que cada vez le queda menos tiempo en este mundo le dedica menos tiempo a los logros profesionales e invierte mucho más en las cosas que le gustan y tienen valor para ella del terreno personal. Cada vez ejercita con más fuerza el No y el Si siendo coherente consigo misma y las cosas que quiere para su vida. G.G.Márquez decía que a partir de los cuarenta aprendió a “decir si cuando es si y decir no cuando es no”. Una habilidad de vital importancia para darle coherencia a nuestra vida y tomarla en nuestras manos.

Uno de los cuentos de Jorge Bucay que más me gustan y conmueven es “El Buscador” de su libro “Cuentos para pensar” refleja la importancia de lo esencial y nos ayuda a tomar conciencia de que la vida quizá no sea la suma de años cronológicos que vivimos, sino la suma de momentos que fluyen sin conciencia de tiempo porque son los momentos realmente vividos con toda nuestra atención y conciencia.

Esta es la historia de un hombre al que yo definiría como buscador.

Un buscador es alguien que busca. No necesariamente es alguien que encuentra. Tampoco esa alguien que sabe lo que está buscando. Es simplemente para quien su vida es una búsqueda.

Un día un buscador sintió que debía ir hacia la ciudad de Kammir. Él había aprendido a hacer caso riguroso a esas sensaciones que venían de un lugar desconocido de sí mismo, así que dejó todo y partió. Después de dos días de marcha por los polvorientos caminos divisó Kammir, a lo lejos. Un poco antes de llegar al pueblo, una colina a la derecha del sendero le llamó la atención. Estaba tapizada de un verde maravilloso y había un montón de árboles, pájaros y flores encantadoras. La rodeaba por completo una especie de valla pequeña de madera lustrada… Una portezuela de bronce lo invitaba a entrar. De pronto sintió que olvidaba el pueblo y sucumbió ante la tentación de descansar por un momento en ese lugar. El buscador traspaso el portal y empezó a caminar lentamente entre las piedras blancas que estaban distribuidas como al azar, entre los árboles. Dejó que sus ojos eran los de un buscador, quizá por eso descubrió, sobre una de las piedras, aquella inscripción … “Abedul Tare, vivió 8 años, 6 meses, 2 semanas y 3 días”. Se sobrecogió un poco al darse cuenta de que esa piedra no era simplemente una piedra. Era una lápida, sintió pena al pensar que un niño de tan corta edad estaba enterrado en ese lugar… Mirando a su alrededor, el hombre se dio cuenta de que la piedra de al lado, también tenía una inscripción, se acercó a leerla decía “Llamar Kalib, vivió 5 años, 8 meses y 3 semanas”. El buscador se sintió terriblemente conmocionado. Este hermoso lugar, era un cementerio y cada piedra una lápida. Todas tenían inscripciones similares: un nombre y el tiempo de vida exacto del muerto, pero lo que lo contactó con el espanto, fue comprobar que, el que más tiempo había vivido, apenas sobrepasaba 11 años. Embargado por un dolor terrible, se sentó y se puso a llorar. El cuidador del cementerio pasaba por ahí y se acercó, lo miró llorar por un rato en silencio y luego le preguntó si lloraba por algún familiar.

– No ningún familiar – dijo el buscador – ¿Qué pasa con este pueblo?, ¿Qué cosa tan terrible hay en esta ciudad? ¿Por qué tantos niños muertos enterrados en este lugar? ¿Cuál es la horrible maldición que pesa sobre esta gente, que lo ha obligado a construir un cementerio de chicos?.

El anciano sonrió y dijo: -Puede usted serenarse, no hay tal maldición, lo que pasa es que aquí tenemos una vieja costumbre. Le contaré: cuando un joven cumple 15 años, sus padres le regalan una libreta, como esta que tengo aquí, colgando del cuello, y es tradición entre nosotros que, a partir de allí, cada vez que uno disfruta intensamente de algo, abre la libreta y anota en ella: a la izquierda que fu lo disfrutado…, a la derecha, cuanto tiempo duró ese gozo. ¿Conoció a su novia y se enamoró de ella? ¿Cuánto tiempo duró esa pasión enorme y el placer de conocerla?…¿Una semana?, dos?, ¿tres semanas y media?… Y después… la emoción del primer beso, ¿cuánto duró?, ¿El minuto y medio del beso?, ¿Dos días?, ¿Una semana? … ¿y el embarazo o el nacimiento del primer hijo? …, ¿y el casamiento de los amigos…?, ¿y el viaje más deseado…?, ¿y el encuentro con el hermano que vuelve de un país lejano…?¿Cuánto duró el disfrutar de estas situaciones?… ¿horas?, ¿días?… Así vamos anotando en la libreta cada momento, cuando alguien se muere, es nuestra costumbre abrir su libreta y sumar el tiempo de lo disfrutado, para escribirlo sobre su tumba.

Porque ese es, para nosotros, el único y verdadero tiempo vivido…

Los besos no cuestan dinero y las horas pueden discurrir a un ritmo vertiginoso cuando se está al lado de la persona querida. Al igual que las caricias y los abrazos. Pasear de la mano no cuesta ni un euro y es un placer hacerlo con la persona amada. Están esos momentos del atardecer cuando el cielo se llena de colores. Están los vinos paladeados en buena compañía o en la compañía de uno mismo y los placeres de la comida saboreada con atención y sin prisa. Está la noche y las ganas de que no amanezca nunca. Está la piel del amante que forma una extensa geografía a explorar. Están las miradas de complicidad y las conversaciones que se prolongan sin conciencia del tiempo. Están las montañas que se pueden recorrer una y otra vez desafiando los límites propios y los domingos de marcha que duran como semanas y a la vez se pasan en un suspiro. Está la sensación de unión y solidaridad que se experimenta caminando durante horas con otras personas a las que apenas conoces y sin embargo sientes más cercanas que a muchos conocidos. Está la mano de un niño de ocho años retirándote el pelo de la cara con un gesto cargado de ternura. Están sus ojos de asombro y la ternura de su mirada. Está el chocolate negro compartido en sobremesa y el aroma del café escurrido en cualquier bar de los pueblos de montaña.

Podemos vivir la vida o puede que la vida nos viva a nosotros. Depende de cada uno de nosotros.

“La relación de la vida sentida con el sentido de la vida es total. ¿Cómo vas a descubrir el sentido de tu vida si no la vives?” Xavier Guix.