Hacia una educación cooperativa y adaptativa
Ser padre/madre no es una tarea fácil, exige dedicación, tiempo, paciencia, comprensión, empatía, imaginación (para afrontar las situaciones y oportunidades de aprendizaje con creatividad y efectividad a la vez), valentía (para dejarles probar, hacer, sin miedo a que se equivoquen y que puedan asumir las consecuencias), responsabilidad y, sobre todo, aceptación.
Educar para la vida ya es una tarea demasiado exigente. La educación afectivo-sexual, más. Nos exige, como adultos, educadores, entrar en contacto con una parte de la educación y de nosotros mismo de la cual hemos recibido muy poco entrenamiento, que tenemos poca información o una información poco clara, completa y concisa.
Educar en afectos requiere un trabajo de autoconocimiento, de mirarse hacia dentro, de conocer y reconocer como nos tratamos a nosotros mismos, como reflejamos este amor propio en las relaciones con los demás, qué tipo de ejemplos (hasta sin querer) damos a nuestros hijos…
Educar en sexualidad nos exige romper tabúes y pasar las barreras de prejuicio que nos impone la sociedad, desde hace tiempo, generación tras generación. Exige abordar un tema sobre el que no sabemos mucho más allá de lo que nos ha tocado vivir y aprender “in situ”, acertando y equivocándonos, con todo lo que eso conlleva: alegrías y tristezas, éxitos y fracasos, errores y aciertos, trabas y aperturas…que nos han forjado como personas.
A los padres, madres, tutores, educadores, nos sería más fácil abordar la educación, en general, y la afectivo-sexual, en particular, si partiéramos de dos pasos muy básicos, pero muy fundamentales: ¿qué objetivo hay por detrás de las estrategias que usamos a la hora de educar? y ¿cuáles son las necesidades reales de nuestros hijos/as o de aquel que requiere de mi atención como educador?
El primer paso tiene que ver con nuestros valores, nuestros principios como persona, que nos guían en el camino de la vida siempre, lo que nos pone la orientación hacia la cual tomaremos rumbo.
El segundo paso tiene que ver con una habilidad que suena muy básica, pero no es tan sencilla de aplicar: la empatía.
A veces soltamos charlas y sermones y luego tenemos la sensación de que nuestros hijos/as no nos han escuchado, que no nos han hecho caso, que les “ha entrado por un oído y ha salido por el otro”. Puede que sea cierto y, en la mayor parte de las veces, lo es. ¿Por qué nos pasa eso?
Nos pasa porque en lugar de detectar las necesidades reales de nuestros hijos/as lo que hacemos es aleccionarles con temas que a NOSOTROS nos parece importantes. O, yendo más allá, lo que deseamos es que hagan lo que nos parece correcto, que nos obedezcan “porque les irá mejor en la vida”, intentando, con todas nuestras buenas intenciones, que no se equivoquen y que no tengan experiencias desagradables. Pero, si nos paramos a hacer balance, ¿Cuántas veces esta estrategia nos ha funcionado? Es decir, ¿cuántas veces hemos logrado evitarles un mal trago actuando desde el control y de la “sabiduría” de ser adulto, padre o madre?
Seguramente la respuesta será: pocas. O, quizás, “cuando eran pequeños”. Y es lógico. Las personas para que logremos un aprendizaje tenemos la necesidad de experimentar, hacer, ponernos en marcha, y experimentar las consecuencias de nuestros actos. Eso nos entrena para tomar decisiones y para asumir las consecuencias (buenas o malas, individuales o sociales) de lo que decidimos. Dos habilidades de vida fundamentales para hacernos adultos responsables, sociables y sanos, tanto física, psíquica como socialmente.
Evitar que nuestros hijos se equivoquen solo les priva de la oportunidad de aprender, a través de ensayo-error, y asimilar dicho aprendizaje que, en definitiva, es lo que les empuja o les frena a la hora de repetir los mismos patrones.
Una educación bilateral, cooperativa, responsable, podría darse con los siguientes pasos (no definitivos, siempre factible de mejorar):
- ¿Qué necesidad real tiene mi hijo/a? ¿qué información quiere recibir? ¿Qué tema le ocupa en este momento?
- ¿En qué y cómo puedo ayudarle?
- ¿Qué espacio y momento es el más apropiado para tener dicha conversación?
Una vez hablado el tema, ¿le doy oportunidad para “ensayar” y poner en práctica lo que hemos halado? - ¿Analizamos, posteriormente, las consecuencias o resultados que han tenido sus acciones?
Todo lo que aquí se propone es la antítesis de la educación basada en el control y en la superioridad (aquí entendida aquí como “yo soy el adulto, por lo tanto, sé más que tú y por eso puedo enseñarte y tú debes aprender…bueno…obedecer…).
¿Qué nos frena a la hora de poner en práctica esos pasos (u otras propuestas)?
Probablemente nuestros miedos. Miedo a equivocarnos, miedo a que se hagan daño las consecuencias, miedo a sentirnos fracasado como padres/madres, miedo a perder el control. En definitiva, tenemos miedo a que las cosas no salgan exactamente como tenemos planificadas.
Pero el miedo no es el mejor compañero de viaje. Menos en un viaje como este, hacia la educación y preparación de nuestros hijos/as. Un viaje lleno de sorpresas y necesidad de improvisación. Un viaje donde llevamos en el equipaje un elemento fundamental y dinámico, que no seremos capaces de controlar o predecir sus pasos, un elemento vivo e interactivo, un elemento con personalidad, voluntad propia, opiniones y punto de vista particular: NUESTROS HIJOS/AS.
Mariana Lima. Autora del post
Comunicóloga y Psicoterapeuta