Amar y dejar marchar
Hace tiempo vino una pareja a la consulta muy preocupada por el comportamiento de su hija adolescente y como consecuencia del mismo y de la interacción que tenían con ella, por el clima familiar que estaba resultando insoportable. La madre estaba desesperada, muerta de miedo por lo que pudiera sucederle a la hija. Se me ocurrió adaptar esta metáfora del doctor Burns para mostrarle que a veces la solución no pasa por buscar una solución de “hacer”. No se trata de un proceso de resolución de problemas porque no es un problema a resolver. No podemos buscar una solución porque no está en nuestra mano ponerla en practica dado que buscamos que el otro cambie. Cuando se trata de que el otro cambie sólo el otro tiene la posibilidad de poner la solución en práctica. A veces lo más difícil es mirar sin intervenir. Estar dispuesto a apoyar y ayudar si es necesario pero entretanto manteniéndonos en la barrera observando y dandole la oportunidad para que tome sus propias decisiones.
María era madre de una chica adolescente, alrededor de la cual parecía girar toda la familia. María decía que si no fuera por su hija la vida sería más tranquila; tenía la impresión de que era la fuente de todos los conflictos y problemas familiares. Su hija fumaba marihuana y tenía unas amistades que tanto a ella como a su marido no le gustaban. Sospechaban que mantenía una relación sexual, a una edad demasiado temprana y con un chico demasiado mayor.
Había perdido el interés por los estudios, no llegaba a casa a la hora señalada y bebía. Por si esto no fuera suficiente, mentía a sus padres respecto a su comportamiento. Ellos no sabían cómo afrontar esto. Ellos la habían educado para ser honrada. Se enorgullecían de ser una familia abierta. Naturalmente, estaban preocupados e inquietos. Querían lo mejor para su hija.
Cualquier cosa que hicieran parecía estar mal. Si intentaban ser cariñosos, afectuosos y comprensivos, ella les hacía el vacío y se marchaba. Si la ignoraban, ella igualmente hacía lo que le venía en gana. Si se enfadaban, ella respondía de la misma forma. Todo el mundo se sentía herido, resentido y triste. ¿Qué podían hacer si nada funcionaba?
En medio de su dilema, María tuvo un sueño.
Soñó que su familia estaba de vacaciones en la costa. Una mañana cuando estaba paseando por la orilla del mar, se dio cuenta de que un joven delfín era arrastrado por la corriente hasta la orilla. El delfín quedó fuera del agua, que es su elemento natural. Ella sabía que no era feliz allí ¿pero qué podía hacer?
Se fijó en la hermosa cara del delfín, con su prominente pico y un esbozo de sonrisa apenas perceptible. Su mirada parecía denotar que se encontraba solo e indefenso.
Ella se acercó para tocarlo, pero él retrocedió ligeramente, como si quisiera apartarse. La sola insinuación de retirarse dejó a María con la sensación de que el delfín rechazaba su gesto. ¿Debía intentar ayudar al delfín a regresar al agua o bien debía dejar que la naturaleza siguiera su curso? Durante un rato se sentó en la playa y estuvo observando su mirada ceñuda. Mientras hacía esto, se le acercó un guarda de la naturaleza que paseaba por la playa. María le preguntó qué debía hacer. Más tarde no pudo recordar si el vigilante le contestó o si los pensamientos ya se encontraban en su mente. “por duro que pueda parecer”, era el mensaje, “hay ocasiones en las que nos debemos sentar y dejar que la naturaleza siga su curso. Aunque nos preocupemos, y mucho, hemos de permitir que los demás aprendan de sus propios errores. Aunque podamos brindar nuestra comprensión y consuelo, la experiencia constituye una importante lección. Para continuar sobreviviendo en este planeta, todo el mundo de aprender a cuidar de sí mismo, incluso aunque la lección sea dura.”
La mujer regresó a la casa donde se alojaba, cogió unas cuantas toallas, las mojó y fue a ponérselas por encima del delfín para mantenerlo frío. Ella haría que se sintiera cómodo, evitaría que el calor del sol le hiciera sufrir y no le pediría nada a cambio.
Todo el día continuó observando al delfín. Siguió humedeciendo las toallas. Cavó hoyos en la arena para liberar la presión sobre sus aletas pectorales y permitir que se sintiera más confortable. Permitió que tuviera tiempo para recuperarse. Todo lo que podía hacer era permanecer vigilante, ofreciéndole todo su cariño y comprensión.
Charlaba con frecuencia con el guarda de la naturaleza que también mantenía una vigilancia activa del animal encallado en la playa. Mientras estaba sentada junto al delfín volvió a extraer conclusiones de la situación, y de nuevo no recordaba si estas ideas eran fruto de lo que le había dicho o bien tenían su origen en sus propios pensamientos. “la experiencia es el mejor maestro”, rezaban estas conclusiones. “Estas experiencias no siempre son gratas. No siempre responden a los deseos que tenemos respecto a la persona o a la situación objetos de nuestra atención. En ocasiones, se puede tratar de circunstancias a las que es difícil enfrentarse, pero es a partir de la experiencia de donde conseguimos nuestros conocimientos más profundos. ¿Deseo realmente privar a esta criatura de sus experiencias didácticas?”. Ella quería desesperadamente aliviar el dolor y el sufrimiento del delfín. Pero no quería quitarle lo que podía ser importante para él; por lo tanto, se mantuvo alerta. Había momentos en los que lo dejaba solo, pues ella tenía cosas que hacer. María pensaba en su relación con el joven delfín, y como antes no estaba segura si sus pensamientos provenían de fuera o de su interior.
“Como cuidadora, cualquier cosa que haga es posible que no sea la correcta. Existe el riesgo de cometer un error. Cabe que en algún momento se haga algo que a larga se demuestre que no era la mejor. Con independencia de cómo se actúe, otra persona puede tener la impresión de que ese actuar es incorrecto”. Finalmente se dijo a sí misma: “si existe el riesgo de que lo que se haga no sea lo adecuado, entonces es mejor equivocarse mientras se hace lo que se cree correcto o éticamente conveniente”.
Ya entrada la noche, con la marea subió el nivel del agua en la playa. Las frías y refrescantes aguas rodearon al pequeño delfín. María vio como sus ojos volvían a tener vida y observó el inquieto temblor de sus músculos. Con una ola un poco mayor que las demás, el delfín se dio la vuelta en el agua. Las toallas flotaron en el agua y el delfín agitó alegre sus aletas en la orilla. Nadó hacia una zona más profunda, saltó con entusiasmo en el mar y María estaba segura de que le había enviado un mensaje mudo de gratitud. Entonces desapareció bajo las aguas, en busca de su hogar.
“Se tiene que dar”, fueron las palabras que oyó, “sin esperar recibir. Se tiene que ofrecer apoyo sin ejercer un control. Se ha de confiar sin querer manipular. Es preciso amar y dejar marchar”.